La principal prioridad de todo hombre en aquella época era sobrevivir. Trabajar era prácticamente una obligación, sobre todo si se procedía de una familia humilde, como era el caso de Saúl. Después de la dura jornada, era habitual echar una partida de cartas con los vecinos y beber un par de vasos de vino casero.
Una fría mañana de invierno, un desconocido se presentó en casa de Saúl. Éste se quedó sorprendido al ver que aquel individuo lucía un elegante traje de marca y un abrigo de finísima piel, también llevaba consigo un extraño maletín. Resultó ser un primo lejano de su padre llamado Jean, que residía en Francia.
Tras una larga e intensa conversación, Jean le explicó que el motivo de su llegada era ofrecerle dinero, porque sabía que lo necesitaba. Era demasiado dinero, y Saúl se negaba a aceptarlo; pero finalmente cedió, muy agradecido.
A partir de ese día, la vida de Saúl dio un giro de 180º. Comenzó a vestir de forma elegante, contrató a empleadas de hogar para que mantuviesen su casa en orden, se compró un lujoso coche, consiguió un buen trabajo en la ciudad, adquirió tierras y propiedades…La gente de la aldea empezó a murmurar y sus amigos lo echaban en falta, pero él estaba tan centrado en su nueva vida que no se percató.
Transcurridos un par de años, Saúl era un hombre cargado de agobios, estrés y ansiedad y no tenía tiempo para disfrutar de lo bello que la vida nos regala. Se paró a pensar, y se dio cuenta del tiempo que había desperdiciado al ser rico. Ansiaba volver a ser el de antes, el que pasaba tardes enteras jugando a las cartas, el que trabajaba con sus propias manos para vivir…: el Saúl humilde. Estaba arrepentido y se disculpó con los suyos, a lo que don Abelino le respondió con un sabio consejo: “Amigo, debemos aprovechar y disfrutar juntos de lo que nos queda de vida. Todos cometemos errores, pero lo importante es rectificar y aprender de ellos, y veo que lo estás haciendo. Ya nos vamos haciendo viejos y apenas tenemos pelo, pero piensa que dentro de cien años no quedará nada de nosotros. Dentro de cien años, todos calvos y enterrados en una caja de madera estaremos, Saúl”.
De ese consejo proviene esta frase hecha, convertida en un refrán popular, que significa que dentro de cien años, en el futuro, no quedará nada de nosotros, y por ello debemos valorar el presente.