2010/03/13

Entre bambalinas

Los primeros rayos de luz rompieron el único momento de calma del día. El ruido del despertador la catapultó de nuevo hacia la rutina que ordenaba su vida desde los últimos cuatro años cuando un productor estadounidense se presentó en su casa llevándose consigo a la niña tímida que se hizo a un lado para despertar la joven luchadora que debería madurar antes de tiempo. A partir de entonces, su día a día se convirtió en un circo del que hace tiempo había perdido las riendas. Había protagonizado portadas para todo tipo de revistas, se atrevió con series de televisión, rodó anuncios de lo más variopinto: incluso en una ocasión, teñida de
un plastificado rubio platino, se encontró subida en una cebra naranja, sin tiempo a preguntarse qué era lo que allí hacía. Pero nada de eso la llenaba. Ante la prensa siempre trató dar una imagen de mujer independiente, segura de sí misma, pero nada más lejos de la realidad.
Le gustaría haber tenido la oportunidad de llevar una vida tranquila, alejada de los falsos focos del estrellato. Incluso se había imaginado en la facultad de Filosofía y Letras. Pero los últimos años la llevaban de fiesta en fiesta, de promoción en promoción. Se dejaba guiar. No encontraba sentido a lo que estaban haciendo con ella. Lo que más la frustraba era el no poder mostrarse tal y como era al público. Cada día la obligaban a salir bañada en un mar de polvos que disimulaban sus pecas, algo en lo que antes no había reparado. No entendía por qué debía llevar lentillas constantemente, a ella le gustaba el color marrón de sus ojos. Pero este año se llevaba el azul. Llegaba a casa con los pies destrozados por un tacón de más de diez centímetros. Y todo eso para satisfacer a unas cuantas firmas. Hoy debía pasarse por el estudio de la calle Alcalá para rodar al estilo de Audrey Hepburn un anuncio para una conocida marca de perfumes.
Una hora en maquillaje ayudó a fomentar su odio hacia los potingues y otra hora en peluquería la convenció de que ella no pertenecía a este ambiente. Entre las poses de sensualidad y fragilidad que debía insinuar, anhelaba poder tener un dominio de sí misma. Aborrecía pensar que se había convertido en los personajes que le hacían interpretar. Entre flash y flash, se le apareció una imagen en la mente: ella, diez años después, ya quemada por el calor de los focos y el alboroto de las fiestas multitudinarias. Se negaba a convertirse en una de esas chicas de 30 años maltratadas por sus representantes que eran exprimidas hasta el último instante y de las que ya nadie se acordaba.
Simplemente lo había decidido. Le daba igual todo lo que dejaba atrás, había ganado suficiente como para vivir unos años de sus ahorros. Necesitaba un cambio radical y lo necesitaba ya.
Se deshizo de su móvil, ordenador y black berry por una temporada. Volvió a su ciudad del norte de Inglaterra retomando sus estudios y, tiempo después, se licenció en filosofía y letras. Ya no era un manager el que la acompañaba día y noche, sino que encontró a su pareja, que ya no se preocupaba por su vestuario y apariencia, él prefería su aspecto a primera hora de la mañana.

Diez años después, mientras llevaba a sus dos retoños al colegio y sus peleas le comenzaban a levantar dolor de cabeza, recordó aquella última sesión en el estudio, cuando creyó pensar que lo máximo a lo que podía aspirar era a una corta vida entre bambalinas. Por fin había tomado las riendas.

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