El abuelo Antonio trabajó en la Renfe durante cuarenta años. Tenía un cargo importante, y en la casa de mi madre nunca faltó de nada.
Mi madre todavía recuerda aquel día como si fuera ayer. Era una mañana fría de comienzos de los sesenta. Mi madre era muy pequeña, y todavía no se había levantado para ir a la escuela. De repente el sonido del timbre la despertó de su sueño. Oyó como alguien se levantaba y a continuación, mucho alboroto. Traían a papá. Él debería estar trabajando a esas horas, y si sus compañeros habían tenido que traerlo hasta casa, era porque algo muy grave había ocurrido. Se temieron lo peor. Y casi aciertan. Sus compañeros lo subieron y lo pasaron a la habitación. Mis tíos, que también eran niños, y mi madre no pudieron ver nada, solo las caras de preocupación de aquellos hombres llenos de hollín y de mi abuela, que siempre conservaba una gran entereza ante las situaciones difíciles. Un compañero relató lo sucedido: “Estábamos cargando unas planchas de mármol, enormes y muy pesadas. Había que levantarlas con la polea para descargarlas del vagón, y al ser tan peligroso nadie quiso hacerlo. Él, ya sabéis como es, se ofreció a hacerlo. Al cargar la plancha y tirar, la polea cedió y la cuerda se rompió. La plancha estaba a punto de caerle encima y matarle, pero un compañero le agarró por los hombros hacia atrás y logró salvarle la vida, pero desgraciadamente la pesada plancha le aplastó la pierna.” La abuela soltó un grito de horror.
El médico estaba con él en la habitación, y fue a reunirse con la abuela y los hermanos de mi abuelo. La situación era bastante grave. Tenía la pierna completamente aplastada, y probablemente habría que amputársela si quería seguir viviendo. Pero había otra opción. La Renfe ponía a su disposición un tren sólo para él con médico y enfermera, para ir a Madrid y curársela allí si era posible. Pero eso conllevaba sus riesgos. Mi abuela, con esa personalidad tan fuerte que le caracterizaba, decidió la segunda opción. “¡Pero señora, eso es una locura! ¡Puede que ni siquiera llegue vivo allí!”, le aconsejó el doctor “¡Podría ser la responsable de la muerte de su marido!”. Pero no había nada que hacer. Si mi abuela tomaba una decisión, ésta era irrevocable. Nadie se atrevía a llevarle la contraria. Y así fue. Se marcharon a Madrid los dos y todos en Monforte se quedaban impotentes ente el difícil futuro que les esperaba.
Mi madre se marchó a la casa de la Vid, y allí tuvo que mantener el secreto delante de su abuela (mi bisabuela) diciéndole como todos los demás que papá estaba trabajando en León, para no disgustarla, claro. Mis otras tías se marcharon a la casa de Distriz. Y así pasaron seis meses, seis largos e inquietantes meses.
Entonces volvieron. Una mañana como otra cualquiera, de repente se oyeron gritos: “¡¡O Tonino!!” que así lo llamaban “¡¡o Tonino está de volta!!” y más gritos de alegría. Todas las hermanas se asomaron por el ventanal. Al fondo del largo camino se vieron las figuras de varias personas, y entre ellas una figura alta y muy delgada. Inconfundible. El abuelo Antonio caminaba lento pero seguro rodeado de familia y amigos. Las tres niñas salieron a recibir a sus padres, llorando de emoción y alegría, de poder liberarse por fin de ese temor acumulado durante largas semanas. Y ese día hubo fiesta.
Y esta es la historia, entre muchas otras, del accidente del abuelo Antonio, que, años más tarde, en su jubilación, fue nombrado miembro honorífico de la Renfe.
Mi madre todavía recuerda aquel día como si fuera ayer. Era una mañana fría de comienzos de los sesenta. Mi madre era muy pequeña, y todavía no se había levantado para ir a la escuela. De repente el sonido del timbre la despertó de su sueño. Oyó como alguien se levantaba y a continuación, mucho alboroto. Traían a papá. Él debería estar trabajando a esas horas, y si sus compañeros habían tenido que traerlo hasta casa, era porque algo muy grave había ocurrido. Se temieron lo peor. Y casi aciertan. Sus compañeros lo subieron y lo pasaron a la habitación. Mis tíos, que también eran niños, y mi madre no pudieron ver nada, solo las caras de preocupación de aquellos hombres llenos de hollín y de mi abuela, que siempre conservaba una gran entereza ante las situaciones difíciles. Un compañero relató lo sucedido: “Estábamos cargando unas planchas de mármol, enormes y muy pesadas. Había que levantarlas con la polea para descargarlas del vagón, y al ser tan peligroso nadie quiso hacerlo. Él, ya sabéis como es, se ofreció a hacerlo. Al cargar la plancha y tirar, la polea cedió y la cuerda se rompió. La plancha estaba a punto de caerle encima y matarle, pero un compañero le agarró por los hombros hacia atrás y logró salvarle la vida, pero desgraciadamente la pesada plancha le aplastó la pierna.” La abuela soltó un grito de horror.
El médico estaba con él en la habitación, y fue a reunirse con la abuela y los hermanos de mi abuelo. La situación era bastante grave. Tenía la pierna completamente aplastada, y probablemente habría que amputársela si quería seguir viviendo. Pero había otra opción. La Renfe ponía a su disposición un tren sólo para él con médico y enfermera, para ir a Madrid y curársela allí si era posible. Pero eso conllevaba sus riesgos. Mi abuela, con esa personalidad tan fuerte que le caracterizaba, decidió la segunda opción. “¡Pero señora, eso es una locura! ¡Puede que ni siquiera llegue vivo allí!”, le aconsejó el doctor “¡Podría ser la responsable de la muerte de su marido!”. Pero no había nada que hacer. Si mi abuela tomaba una decisión, ésta era irrevocable. Nadie se atrevía a llevarle la contraria. Y así fue. Se marcharon a Madrid los dos y todos en Monforte se quedaban impotentes ente el difícil futuro que les esperaba.
Mi madre se marchó a la casa de la Vid, y allí tuvo que mantener el secreto delante de su abuela (mi bisabuela) diciéndole como todos los demás que papá estaba trabajando en León, para no disgustarla, claro. Mis otras tías se marcharon a la casa de Distriz. Y así pasaron seis meses, seis largos e inquietantes meses.
Entonces volvieron. Una mañana como otra cualquiera, de repente se oyeron gritos: “¡¡O Tonino!!” que así lo llamaban “¡¡o Tonino está de volta!!” y más gritos de alegría. Todas las hermanas se asomaron por el ventanal. Al fondo del largo camino se vieron las figuras de varias personas, y entre ellas una figura alta y muy delgada. Inconfundible. El abuelo Antonio caminaba lento pero seguro rodeado de familia y amigos. Las tres niñas salieron a recibir a sus padres, llorando de emoción y alegría, de poder liberarse por fin de ese temor acumulado durante largas semanas. Y ese día hubo fiesta.
Y esta es la historia, entre muchas otras, del accidente del abuelo Antonio, que, años más tarde, en su jubilación, fue nombrado miembro honorífico de la Renfe.
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