2009/02/18

"Caer chuzos de punta". Posible origen

Corrían tiempos difíciles. Fuera el viento soplaba fuerte. Desde mi camarote observaba el fuerte oleaje que golpeaba la quilla del navío, mientras soportaba unos fuertes mareos de los que me quejaba desde el comienzo del viaje. Con los barómetros anunciando un inminente temporal, al alba del día 21 de octubre, a unas 20 millas al Sudeste del Cabo Trafalgar, me encontraba yo, un joven marinero suizo, sin experiencia, rumbo al estrecho de Gibraltar, donde la batalla era inminente. La flor y nata de las marinas más potentes de la época mediría sus fuerzas en un combate tras el que nada sería lo mismo.
Me eché sobre mi litera con la esperanza de que cesaran las náuseas. Toda la tripulación andaba inquieta, y el temor llenaba el ambiente. A mi lado un viejo marinero leía lo que parecía un libro de extrañas ilustraciones. Me picó la curiosidad, y me acerque para saber más. Él, gustoso y amable, me explicó que aquel antiguo libro le había servido de mucho en sus años de marinero. En él había pequeñas ilustraciones de lo que parecían ser armas, pero no de las convencionales de la época, como sables, fusiles y demás, si no armas extrañas, que nunca había visto en el puerto, ni en manos de las corsarios de los países más lejanos. Pregunté intrigado. Me contó que aquellas armas no eran en absoluto convencionales, si no que se trataban de armas cuyo origen se hallaba en los países más recónditos de la tierra. Me fue enseñando más ilustraciones, de gran calidad sin duda, y cuando alguna me llamaba en especial la atención, él me contaba una gran historia sobre el arma en cuestión. De pronto encontré una muy familiar. Era un palo fino de madera con una punta de hierro en el extremo, muy sencilla. Sonreí y le dije que aquel arma provenía de mi país, y que era muy común allí. Yo mismo tenía varios. Se llamaban chuzos. Cuando dije esto, se levantó la camisa y me mostró una gran herida en el costado. “Mira lo que me ha hecho uno de los tuyos, en un viaje que hice a Berna”. Lo dijo de una manera tan espontánea que no pude evitar reírme. Y a continuación le enseñé varias cicatrices, también producidas con un chuzo. “¡vaya, si hay algo que no se puede destacar de Suiza es la afabilidad de sus gentes!” y no tuve más remedio que reírme. Los chuzos parecían un arma simple, pero era en verdad dolorosa.
En el exterior, una gran tempestad había llegado. Salimos, y lo primero que vimos fue a un marinero quejarse de lo fuerte que caía la lluvia, y que el granizo hasta le hacía daño. Ante esto, el viejo se volvió y dijo malhumorado pero divertido a la vez: “¡ni que cayeran chuzos de punta!” y toda la tripulación que lo oyó rió ante la ocurrencia del simpático viejo.

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