Había una vez un hombrecito que vivía en un pueblo situado entre el mar y el desierto. Todos los paisanos lo conocían por el nombre de Pulgarcito, debido a la clara comparación que existía entre el tamaño de una pulga y el de su cuerpo.
A Pulgarcito le encantaba salir a pasear. Tenía dos opciones: cuando estaba triste se refugiaba en la inmensa soledad del desierto, y si por el contrario, se veía animado y con ganas de disfrutar, acudía a la playa para camuflarse entre las olas.
Una de esas tardes en las que optó por lo segundo sus ojos no daban crédito a lo que estaban viendo. Parecía recién salida de un sueño, aquella muchacha con ricitos de oro no podía ser real. Sin pensarlo, Pulgarcito se acercó a ella, pero por más que éste alzaba la voz, Ricitos de Oro no podía oírlo, era tan pequeñito que su voz apenas se hacía un hueco entre sus labios.
El hombrecito lloraba, desolado, dirigiéndose al desierto con el fin de ahogar sus penas. Allí, se encontró con un joven que portaba una extraña lámpara y le preguntó para qué servía, aunque sabía de sobra que no iba a escucharlo. Sin embargo, Aladdín le explicó que la lámpara concedía deseos y le ofreció la posibilidad de pedir uno. Pulgarcito, asombrado y agradecido al mismo tiempo, deseó crecer para enamorar a Ricitos de Oro.
Su deseo se había cumplido, Pulgarcito era del tamaño de cualquier otro chico de su edad. Ahora estaba listo para seducir a Ricitos de Oro, y sin pensárselo dos veces, emprendió el camino rumbo a la playa.
El mundo se derrumbó ante sus pies. Ricitos de Oro estaba en el mismo sitio que el día anterior, con la diferencia de que esta vez tenía compañía y, por desgracia masculina. A juzgar por su aspecto parecía tratarse de un navegante que quizás tendría unos 25 años: se trataba de Cristóbal Colón.
El deseo le había costado caro, la niña de sus ojos disfrutaba del beso del apuesto descubridor de las Américas y rey de los mares.
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