2009/10/12

Eran las ocho menos cuarto y el despertador no paraba de sonar... Estiré un brazo para apagarlo, me di media vuelta y seguí durmiendo... Pero no por mucho tiempo. A los dos minutos mi subconsciente hizo que me levantara de un salto de la cama y mirase el reloj... Aún faltaba tiempo... Aún no era demasiado tarde...
Así empezó mi primer día de clase. Como era de esperar, llegué justa a la primera clase, pero no pasaba nada... Era el primer día y a todo el mundo se le pegan las sabanas. Además a ese factor común hay que añadir el hecho de que ya no estamos ni en el bajo ni en el primero, y para encontrar la clase hay que subir hasta el segundo piso cargando con un peso de cinco quilos sobre la espalda, lo que hace que para llegar puntual haya que salir de casa diez minutos antes...
La primera hora se me hizo corta, pero a partir de ahí, parecía que el recreo no iba a llegar nunca... Finalmente el reloj dio las once y diez y todo el segundo piso se arremolinó en las escaleras... Y entonces fue cuando se produjo el milagro: esas enormes escaleras que tardamos minutos en subir, desaparecieron, a base de empujones y prisas, en cuestión de segundos... ¿Y todo para qué? Pues para sentarnos en un asiento del bar de enfrente o para desestresarnos con una partida al futbolín. Y digo “una” porque en el recreo el tiempo vuela, y cuando te quieres dar cuenta, ya estas en la cuarta clase, que no se acaba nunca y que viene seguida de la quinta y, después, de la última... Y si estas tres horas ya son largas de por sí, cuando son “las primeras tres últimas clases del primer día del curso”, son aún peores... Y entonces tu único consuelo es pensar que ya estas en segundo de BAC, ¡y ya sólo quedan 271 días para que empiecen de nuevo las vacaciones de verano!

No hay comentarios: