2009/10/15

Nous voici!

Como cada año septiembre llega a nuestros hogares cual agua de mayo, indeseado e inevitable. Como con toda enfermedad, hay que superar una serie de fases que nos ayudarán a sobrellevar el nuevo curso con más filosofía. El primer paso es el rechazo: ¡No! Si todavía tengo cenas pendientes, libros que leer, gente a la que conocer… ¡No puede ser! Segunda fase: la desesperación: “Aún no he ido de compras, ¿qué me voy a poner el primer día de clase?” Tercera: resignación y aceptación: “pues sí, parece que mañana empezamos”. Y la última, pero no menos importante: la mentalización, que, sinceramente, es el punto en el que más flaqueo. ¿Lo peor de todo? No existe cura o solución posibles.
Todavía en la segunda semana de curso. Por delante las 36 semanas, 252 días, 6040 horas, 362880 minutos y 21772800 segundos que faltan para que esta pesadilla, si, amigos, han oído bien, pesadilla acabe. La presión ahoga desde el primer día, y si no la sentíamos, nuestros profesores se han encargado de metérnosla: que si mucho temario, que si poco tiempo… En esos momentos, trato de evadirme, de no pensar en todo lo que se nos viene encima. Echo una ojeada por la ventana pero… ¿para qué? ¡Si a las nueve de la mañana no hay nadie por la calle! Hasta nos explotan en ese sentido…
Los profesores van rotando, y todos con el mismo monólogo: “este año no es como el anterior”, “no estáis en 6º de la E.S.O”... Sólo les falta venir equipados con risas maléficas de serie. Mucho trabajo, “tochitos” y “tochitos” de folios con mucha letra y sin ninguna foto...
Lo que más me disgusta de este año, a parte de que los enchufados de 1º de BAC tengan el privilegio de compartir la segunda planta con nosotros y nos hayan quitado las mejores clases, vistas y bancos-lo que machaca el honor de los grandes del insti, que nuestro trabajo nos costó (intenté promover una huelga, pero no triunfó la idea…)- es que los profesores enfoquen este curso más como una preparación para superar un examen que para prepararnos para los próximos 5 ò 15 años de universidad, que con esto del plan Bolonia no se aclaran ni los propios italianos.
Y, por si fuera poco, a todo lo que se nos echa encima, sumémosle que cada día que pasa, siento que estoy más perdida. A día de hoy tengo serias dudas sobre lo que realmente quiero estudiar. No, mejor enfocar la pregunta de otra manera: ¿en qué me veo trabajando dentro de 30 años? Podría apostar por el periodismo, pero, para mí, supondría, quizá, entrar en un circo romano: una lucha de leones contra humanos en la que, claramente, se acaban cargando al pobre pringado de turno. En ese caso, salto a la opción de la filología. ¿Y terminar siendo profesora? No me disgusta, para nada, aunque quizás fuese más feliz con una columna semanal en El País o incluso de reportera en Honolulu. Lo consiga o no, espero no equivocarme, aprobar el selectivo con una nota más o menos decente y, si me dejan, poner mi granito de arena para hacer de esta sociedad un lugar más apacible que, en resumen, es lo que hace falta.

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